sábado, 25 de octubre de 2008

A LA BUENA GENTE...

Tengo un sobrino muy querido que se llama Eduardo. Siendo niño, calculo que entonces tendría diez años, fue de excursión con su colegio, era un día muy caluroso y como es natural en un momento de la mañana tuvo sed. Había por allí un kiosco de bebidas. Se acercó, metió todo el capital que tenía en el puño de su mano derecha y preguntó al kiosquero:
- Señor, ¿cuánto cuesta una coca cola?
El buen hombre le dijo el precio. El extendió la palma de su mano y, lentamente, comprobó que todo aquel caudal no le alcanzaba. Repasó la cuenta. Nada, imposible. Un tanto afligido se dio media vuelta. Pero entonces oyó que aquel desconocido señor le preguntaba:
- ¿Cuánto dinero tienes?
El, resignado, le dijo la cantidad exacta y el señor reaccionó de una forma hermosa y sorprendente:
- Ven, toma tu coca cola.
El le entregó su dinero, incluyó lo que faltaba en unas expresivas gracias, y se fue a jugar con los compañeros disfrutando de su coca cola.
He pensado muchas veces en aquel señor. Su gesto anónimo no iba a ser reconocido más que por aquel chiquillo de ojos felices. Probablemente, nadie más se iba a enterar. Y si el niño lo contaba, él seguiría siendo, a todos los efectos, un perfecto desconocido que había protagonizado una hermosa acción.
No se suele reaccionar así. Ni ante los adultos ni ante los niños. El mercado es el mercado, el precio es el precio y la ganancia es la ganancia, las cosas son como son y son así, el que tenga que compre y el que no tenga que se aguante.
Bueno, las cosas son así para casi todos y casi siempre pero hay personas que se saltan esa regla casi universal y por encima del mercado ponen el corazón. Ya sé que es un gesto minúsculo, pero de eso quiero hablar, de los gestos pequeños, humildes, de las acciones sencillas, de la cultura de los hermosos detalles.
Me hubiera gustado conocer a ese buen hombre, expresarle mi gratitud y multiplicar por mil su pequeña pérdida, pero tuvo que contentarse con la probable sonrisa agradecida de un niño, que no es poco para una persona sensible, que no es nada para una individuo dirigido por las leyes del mercado.
A fuerza de magnificar la maldad, de hacer sólo noticia de la crueldad, la violación, la usura, la estafa, el engaño y la muerte podríamos pensar que sólo existe mal en el mundo o que el mal es lo más importante, lo más abundante, lo más presente, lo más cotidiano. Creo que no es así creo que son mucho más numerosas (menos noticiables, eso sí) las acciones generosas y calladas, los actos de ayuda y de bondad.
Deberíamos habituarnos a reconocer las señas del bien en el mundo, los rastros que deja la bondad. Son innumerables. Son abrumadores. Cuántos gestos cotidianos, silenciosos que sólo procuran ayudar al otro, alentarlo, hacerlo feliz de manera desinteresada, sencilla y persistente, en las familias, en las aulas, en las consultas médicas, en las comisarías de policía, en las calles, en las cafeterías, en los aeropuertos...
Si nos pusiéramos a recordar y a echar cuentas veríamos cómo nuestra propia historia está construida por hermosos gestos desinteresados. Me refiero aquí a aquellas acciones que difícilmente pueden ser recompensadas. No hablo de lo que hacen los padres, los hermanos, los amigos, los profesores amables, los médicos competentes... Hablo de acciones realizadas por desconocidos con otros desconocidos, de comportamientos de personas de las que no conocemos siquiera el nombre y que, a su vez, desconocen hasta el nombre del beneficiado.
Sería aleccionador realizar un catálogo de los buenos gestos que personas anónimas han tenido con nosotros de forma gratuita, de forma totalmente generosa. La persona que, aunque tenga prisa, se detiene para explicarnos con detalle dónde se encuentra la calle que buscamos, la dependienta que, de manera flexible, interpreta una norma de la empresa para beneficiarnos en una transacción. El taxista que nos lleva al final del destino aunque no tengamos el dinero suficiente, el desconocido que se ofrece a llevar un bulto de peso cuando nos ve exhaustos, el camarero que nos guarda el bolso (de hombre) que habíamos olvidado en una silla del restaurante, el viajero que renuncia a volar para dejarnos el puesto al explicarle angustiosamente una urgencia, el pasajero que accede a cambiar el puesto de la ventana para que podamos viajar al lado de nuestra pareja...
Ni una sola de estas acciones ocupará un titular de prensa o una cabecera de telediario, nadie hablará de sus protagonistas, ninguno de ellos se enriquecerá por su acción. Se trata de acciones anónimas, desinteresadas, gratuitas pero el mundo seguirá avanzando gracias a estos camuflados héroes cotidianos. Ellos y ellas seguirán ahí "mientras el peregrino mundo sigue girando". No hay mejor escuela de ética, no hay aula mejor ordenada didácticamente para el aprendizaje de la bondad, se aprende mucho por ósmosis. La mejor forma de demostrar que algo es posible es hacerlo. A Eduardo le dirían muchas veces en el Colegio cómo debía comportarse, pero el señor kiosquero, sin pretenderlo, le dio una magnífica lección.
Estoy seguro de que hay muchas personas que van así por la vida que van haciendo una siembra de buenas gestos, de humildes formas de ayudar a los semejantes, no hacen brillantes discursos ni sesudas homilías. No buscan medallas ni recompensas. Sencillamente, son personas, buenas personas.



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